Estimados inflapapas:
Parece mentira…
-Es que es mentira –dijo uno que estaba pidiendo a gritos ser agredido con una tostadora.
-Jean Claude, ¿de dónde ha salido ese imbécil? –pregunté a mi sagaz mayordomo, que había salido esa mañana a captar público para mi conferencia.
-Cuando lo encontré, estaba recogiendo ropa en la parroquia, milord.
-Jean Claude, ¿qué entendiste exactamente cuando te dije “Tráeme gente con altas miras intelectuales”?
-Oiga, ¿es aquí donde dan la metadona? –preguntó uno con aspecto de haber pasado la noche en una charca.
Como iba diciendo, parece mentira que Un beso de buenas noches de mil demonios haya cumplido ya la friolera de doscientos años. Fue allá en las Navidades de 1809 cuando mi antepasado Ramiro de la Sangre y Besos inició una tradición que ha pasado de tíos abuelos a sobrinos nietos, y así será hasta que el cuerpo del último Sangre y Besos sea encontrado en un maizal a cierta distancia de su aparato digestivo, tal y como predijo a principios del siglo XX Ignacio de la Sangre y Besos, apodado “el Majara”, que desde que metió un pie en el orinal dedicó el resto de su vida a intentar desarrollar la facultad de ver en la oscuridad.
El primer número de Un beso de buenas noches de mil demonios tuvo una repercusión muy limitada, más que nada porque Ramiro lo redactó a mano con lo que creyó era tinta invisible, pero que en realidad se trataba de aire. “Y yo mojando la pluma en un tintero vacío, como un imbécil”, relata Ramiro en sus Memorias, que él creía haber escrito cuando en realidad había olvidado hacerlo. “¿Has recibido mis Memorias?”, le dijo su editor en su lecho de muerte. “Te las envíe por correo”. “Lo que me has enviado es un calcetín”, contestó su editor. “Ah, ya decía yo que tenía un par cojo”. “Pues lo he tirado a la basura”. “Valiente faena”. Y así hasta que murió.
Según Ramiro, Un beso de buenas noches de mil demonios nació en respuesta a la invasión de las hordas napoleónicas, que se pasaban todos los días por su casa a las nueve de la mañana para despertarlo.
-Oiga, que somos las hordas napoleónicas, así que a ver si hace el favor de levantarse.
-Ay, no, un ratito más.
-Que estamos en plena invasión, oiga. A ver si ahora lo vamos a invadir todo menos su casa. Estaríamos buenos, hombre.
La intransigente actitud de las hordas inflamó la cólera de Ramiro, que escribió el número dos de Un beso de buenas noches de mil demonios en uno de los lados de una caja de cartón. El ejemplar en cuestión (que acabó en la chimenea esa misma noche, ya que el padre de Ramiro estaba harto de la afición de su hijo a amontonar porquerías que encontraba en la basura) constaba básicamente de una feroz arenga contra los ejércitos napoleónicos, a los que se atrevía a llamar “moñas” y “gaznápiros” a sabiendas de que la primera palabra carecía de correspondencia directa en francés y la segunda podía interpretarse fácilmente como el nombre de un ave. Temiendo represalias, Ramiro redactó a continuación un poema de su invención, titulado Volverán los oscuros gaznápiros, para alimentar la confusión (los Sangre y Besos nunca hemos sido conocidos por nuestro arrojo. En 1945, Jacinto de la Sangre y Besos trató de atentar contra la vida de Franco lanzándole un manojo de rosas, lo cual no fue tomado por el Régimen como un atentado en absoluto. De hecho, ningún Sangre y Besos ha estado jamás en la cárcel, a pesar de la loable actitud antisistema que ha motivado a nuestra familia. Tampoco hace falta decir que ningún Sangre y Besos ha pasado jamás a la posteridad, a pesar de la elogiosa mención que se hace de nuestro linaje en el número 1.563 de la voluminosa publicación semanal Idiotas de España). Ramiro completó esta segunda entrega de Un beso… con la desafortunadamente inconclusa pieza titulada “Vendo palangana en buen estado”, que, según el historiador familiar Alfonso de la Sangre y Besos (mi predecesor), de haberse finalizado podría haber supuesto un punto y aparte en la Historia de las Letras Hispánicas, teoría que le valió una bochornosa expulsión de la cafetería de la Real Academia de la Lengua, institución en la que nunca llegó a ingresar a pesar de haber publicado dos obras: “Mi mamá me mima” y la mucho más ambiciosa “Ese señor tiene un sombrero amarillo”, donde había incluido muchos adjetivos calificativos. Según un interesante estudio realizado por Alfonso con la colaboración de una maceta de geranios, “Vendo palangana en buen estado” y su también inconclusa continuación (publicada en el número 5 de Un beso…) “Vendo palangana con ligeros desconchones”, formaban parte de una proyectada trilogía completada por “Vendo palangana seriamente abollada”, proyecto del que el propio autor original no tenía ni idea.
El tercer número de Un beso de buenas noches de mil demonios fue escrito por Ramiro en varios crucigramas (pasatiempo que no fue inventado hasta 1913, varios lustros después del deceso de Ramiro; si algo tenemos en común todos los componentes de la dinastía Sangre y Besos es nuestro absoluto desprecio por la línea temporal y nuestra alarmante facilidad para dar con la suela del zapato en una boñiga fresca, aunque eso, como casi todo lo demás, no venga al caso. Se dice que, a finales del siglo XIX, Esteban de la Sangre y Besos juraba haber inventado la máquina del tiempo, y a tal efecto publicó, en su último número de Un beso… la siguiente esquela: “Esteban de la Sangre y Besos. 1853-1714”, maniobra con que confundió a sus detractores hasta que estos se lo encontraron al día siguiente comprando el pan y dos bollos de hamburguesas). El primero de los Sangre y Besos aprovechó de los crucigramas incluso las casillas negras, razón por la cual su artículo principal lleva por título “T dos l s fr nce es s n u os mamones”, palabra esta última escrita en la segunda línea horizontal, que mostraba alegremente una inmisericorde abundancia en materia de casillas blancas. El misterio que envolvía el artículo de relleno de este número, “V ndo p langana co lgu as anchas d óxi o”, resultaba indescifrable incluso para Alfonso y su maceta de geranios, cuya única aportación al equipo de trabajo, en honor a la verdad, consistió en un poco de polen.
El número 4 de Un beso de buenas noches de mil demonios disfrutó de dos ediciones: una en papel de envolver churros y otra escrita con el dedo en el vaho de una ventana. Ni que decir tiene que la edición del papel de churros tuvo una repercusión ligeramente mayor, y además causó gran impacto en mi predecesor Alfonso. “Esta edición hace gala de un diseño postmoderno un siglo adelantado a su tiempo, por lo menos”, dijo refiriéndose al particular grafismo de la edición, posteriormente identificado como manchurrones de aceite. Un incendio en la churrería acabó con la mayor parte de la tirada (que constaba de ocho ejemplares manuscritos, uno de ellos con la mano izquierda debido a una imprevista tendinitis en la muñeca), así que sólo uno ha sobrevivido hasta nuestros días, muy deteriorado por culpa de un veterinario amigo de Alfonso, que utilizó el ejemplar para manipular los excrementos de un caballo enfermo.
Al fin, Ramiro sopesó la conveniencia de publicar su panfleto en papel del normal y llevarlo a una imprenta, pero para entonces los franceses ya se habían largado de España y no le quedaba nada por lo que protestar, y así, inaugurando un sistema de trabajo que fue imitado por todos sus sucesores, se enfrentó a la página en blanco y exclamó: “Ah, a tomar por culo”. Y con el artículo titulado “Por qué los hombres decimos que si fuéramos mujeres nos haríamos lesbianas”, nació el verdadero espíritu de Un beso de buenas noches de mil demonios, que a punto estuvo de llamarse a partir de entonces “Todo lo que sé sobre nada en particular”.