sábado, 18 de marzo de 2023

El perro que me miró como si me conociera de algo

Detuve el tanque y me asomé por la torreta. Una señora estaba parada en mitad del camino de tierra,  acompañada de su perro, que olisqueaba el suelo mientras daba vueltas sobre sí mismo.

–Buenos días –dije tras un carraspeo que no debió de sonar muy imponente.

–Buenos días, mi General –contestó la señora.

–Sargento –corregí.

–Usted disculpe. Yo es que de rangos militares no entiendo mucho, ¿sabe usted? Pero de cosas del campo, puede preguntarme lo que quiera. Por ejemplo, cuál es la mejor época para plantar acelgas. Pregunte, pregunte.

No quería parecer descortés, pero aquél no era uno de esos días en los que me apetecía horrores hablar sobre agricultura con alguien.

–¿Le queda mucho a su perro?

–Está buscando un sitio donde cagar. A veces se levanta de un selectivo que no hay quien lo aguante.

–Ya. Es que voy camino de una guerra, ¿sabe?

–No me diga. ¿Y le hace ilusión la guerra esa?

–Ah, mire, parece que ya.

El chucho se había colocado en posición de desalojo sobre la zona de impacto elegida.

–Disculpe si tarda un poco. Anda algo estreñido últimamente. He dejado de darle pollo, porque se iba por la pata abajo en cualquier sitio.

–Fenomenal.

Durante los primeros segundos de su acometida, el perro miraba distraídamente el paisaje que lo circundaba, pero después reparó en mi presencia. Un observador casual podría deducir que sus ojos medio cerrados denotaban una suprema concentración en la tarea que estaba llevando a cabo, pero me dio la impresión de que mantenía una mirada demasiado desafiante para cualquiera en su delicada tesitura. Empecé a sentirme incómodo. No pude evitar pensar que me había reconocido, pero yo estaba seguro de no haber visto a ese perro antes. De repente, tuve una epifanía. Esa mirada y esa expresión me resultaron inconfundibles. El perro era la reencarnación de alguien que yo había conocido en el pasado.

–Oiga, señora, ¿sabía que, en una vida anterior, su perro fue un librero de ocasión?

–Primera noticia que tengo.

–No recuerdo su nombre, pero…

–Se llama Poncho. Poncho, saluda al señor.

–No, ya. De antes de reencarnarse, digo.

–Ah, eso ya no le puedo decir. No creo que se llamara Poncho, porque se lo puso mi hijo Roberto. Y Poncho no es un nombre muy común por estos lares. A no ser, claro, que el señor procediera de otras latitudes. ¿Sabe si procedía de otras latitudes?

–Era un tipo muy antipático, cuando librero. Se murió, y sus hijos vendieron el local y el nuevo propietario puso una tienda de condones, pero, cuando yo era joven, cada vez que entraba en su establecimiento, me miraba igual que ahora. Una vez discutí con él por el exorbitante precio de un volumen de Gurdjieff que estaba en un estado lamentable. Me cogió mucha manía.

–Pues sigue igual, eh. No le cae bien todo el mundo a mi Poncho.

Poncho finiquitó una faena que le habría valido, al menos, una mención especial en un certamen de estiércol y, sin quitarme la vista de encima, procedió a enterrar con las patas traseras su regalo al mundo como suelen hacer los perros, de manera más bien simbólica. Seguía manteniendo una actitud retadora, casi fiera, que habría disuadido a cualquiera de de soltar un ñordo de elaboración propia en el área colindante.

–Bueno, señora, ha sido un placer…

–Espere, que lo recojo. No voy a dejarlo ahí para que su bonito tanque llegue a la guerra oliendo a mierda. No querrá que el enemigo se cachondee de usted y empiece a llamarle Sargento Boñigo o algo así ¿Dónde he puesto la bolsa? –dijo la señora hurgando en los amplios bolsillos de su rebeca de entretiempo.

–No pasa nada, en serio. Es que preferiría llegar a la guerra antes de que acabe, mire usted. Porque a ver cómo justifico yo aparecer con un tanque durante la firma del armisticio.

–No tardo nada, no se preocupe –dijo la señora sacando de los bolsillos pañuelos de papel usados, caramelos, monedas pequeñas, tickets arrugados, envoltorios de plástico de naturaleza indefinida, un mando a distancia y lo que parecía el manojo de llaves del Castillo de Löwenburg.

Por su parte, Poncho lanzó un bostezo y se sentó a poca distancia de sus humeantes heces. Se veía tranquilo, aliviado, pero no hacía falta ser un experto en expresión gestual canina para interpretar su aire de suficiencia como un “Te jodes” dirigido a mi persona.

martes, 19 de mayo de 2020

¿Conoce usted su ojete?

Ahora hacen unas cremas hidratantes que van fenomenal

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 51 y Epílogo.


Recepción del Infierno.

—Agnes, ¿estás segura de que no has visto pasar por aquí últimamente a unos cuantos millones de almas en pos del tormento eterno? —preguntó Plutón a la Recepcionista del Infierno, que miraba distraídamente una revista de labores de ganchillo detrás de su mostrador.
—Me habría dado cuenta, Plutón —contestó Agnes.
—Mierda, ¿qué habrá pasado? Si hemos destruido toda la Creación a la vez. Debería haber montones de pecadores pegando a las puertas del Infierno —dijo Plutón dirigiéndose a la puerta. Cuando la abrió, vio al barquero Caronte llegar a la orilla con parsimonia—. Eh, Caronte, ¿a quién traes contigo?
—Yo qué sé —dijo Caronte—. A un vendedor de droga, me parece.
—Traficante de crack, si no le importa —dijo el vendedor de droga muerto.
—Usted perdone, milord —Caronte escupió al mar—. No te jode el puto yonki…
—¿Solo? —preguntó Plutón.
—¿Cómo que solo? ¿Cuántos traficantes de crack muertos necesita hoy el señor?
—¿No había más gente esperando en la otra orilla?
—Cinco o seis, supongo —contestó Caronte—. ¿Estás esperando que se muera alguien en particular, o…?
—Oye, chaval —le dijo Plutón al traficante—. ¿El mundo estaba entero cuando te moriste?
—¿A mí qué me cuenta? —respondió el traficante—. ¿No le parece que ya tengo bastante con lo que tengo?
—Joder, qué contrariedad —se quejó Plutón—. Bueno, yo espero un rato más, y si no… ¡Coño, Cancerbero, vete a mear a otra parte! ¡Mira cómo me ha puesto los zapatos el puto perro, me cago en todo!

La Nada Absoluta (anteriormente conocida como La Creación).

Allí estaba yo, flotando en un punto indeterminado de la Nada Absoluta, donde, por otra parte, todos los puntos resultan razonablemente indeterminados. Por si os lo estáis preguntando, la Nada Absoluta se parece a un estante vacío dentro de la despensa de una cocina sin amueblar de una casa sin edificar sobre un solar que no existe.
—¿Sabéis lo que me parece realmente molesto de la Nada Absoluta? Su insultante abundancia en materia de puntos indeterminados —dije.
El Espíritu Santo, el Poli Cabrón, Jean-Claude, Uriel, Ramone, el Narrador Omnisciente y Pandulfo flotaban a lo que me parecían escasos metros de mí, pero que bien podrían haber sido kilómetros.
—Es horrible, horrible, horrible —dijo Ramone—. Si por lo menos hubiéramos salvado algo de la destrucción total, como, no sé, como una maceta.
—Yo he traído unas alcachofas —dijo Uriel—. Podríamos plantar una alcachofera.
—Sí, eso. Por algo se empieza a repoblar todo el puto universo, no te jode —dijo el Poli Cabrón.
—Ay, no. No sé vosotros, pero yo no me encuentro especialmente motivado —dijo Pandulfo, que aparentemente se estaba dejando influir por el factor ambiental.
—¿Eso es un piano? —preguntó Uriel.
Seguí la mirada del arcángel, aunque no podría decir si me volví a derecha, izquierda, hacia arriba o hacia abajo. Efectivamente, en medio de la Nada flotaba un elegante piano de cola cuya tapa parecía acumular siglos y siglos de polvo.
—¿Narrador? —dije.
—¿Qué? —dijo el Narrador, que flotaba mi lado. Bueno, a mi lado, o en el quinto coño. Vete tú a saber.
—¿Cómo va a continuar esta historia?
—No sé. ¿“Nuestros héroes se encontraban flotando en la Nada y de repente… seguían flotando en la Nada”?
—¿Sabéis que tengo la impresión de que esto no es El Fin de Todas las Cosas? —dije.
—Eso es lo que más me gusta de ti —dijo el Poli Cabrón—. Nunca te dejas llevar por las apariencias.
—Creo que solo parece el Fin de Todas las Cosas —aventuré—. Digamos que es una corazonada. Pensad un momento, ¿por qué cojones nos hemos salvado nosotros mientras el resto del universo está en paradero desconocido? Y otra cosa, ¿vosotros habéis visto últimamente a alguien aparte de nosotros y de Plutón y sus memos? ¿Espíritu?
—Es cierto que en los últimos días la realidad se ha estado comportando como si estuviera hasta el culo de ácido —dijo el Espíritu Santo—. Mi hipótesis es que el Señor ha sufrido un ataque de estrés con todo este pifostio del Apocalipsis.
—¿Y dónde coño se ha metido Dios ahora? —pregunté—. ¿Nos ha abandonado a nuestra suerte? Señor, ¿por qué nos haces esto? ¡Contesta, barbas!
—Señor —dijo Jean-Claude.
—¿Sí, Jean-Claude?
—No es a usted, señor. Es al Señor que está detrás de usted.
—¿Detrás? ¿Qué significa “detrás” en un sitio sin puntos de referencia? ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? ¿Cuándo acabará esta incertidumbre?
—Si es que eres más tonto que mandado a hacer —dijo Dios agarrándome por los brazos y dándome la vuelta.
—¡Señor! Qué bueno verte por aquí. La Nada Absoluta es un pañuelo.
—Ya era hora —dijo el Espíritu Santo posándose en el hombro del Señor—. Anda, empieza a dar explicaciones, que aquí la peña está empezando a ponerse nerviosa.
—¿Qué significa todo esto? —pregunté—. ¿Por qué has permitido que ganaran los malos?
—Los malos no han ganado, pero ellos no lo saben —dijo Dios—. Ni lo sabrán. He tabicado una a una todas las puertas del Infierno.
—¿Y por qué ahora hay Nada en vez de Todo? ¡Coño, ya podrían haber dejado Algo! —exclamé—. Algo aparte de ese piano, que mira que está sucio…
—Esta Nada Absoluta no es la Nada Absoluta que tú crees —sentenció Dios.
—Hombre, he visto pocas Nadas Absolutas en mi vida, pero esta me parece de lo más convincente.
—No estamos en el Universo que tú conoces —explicó Dios—. Cuando empecé con la Creación, reservé un espacio en blanco, o una partición, si quieres, por si, bueno, por si vuestro Universo al final resultaba ser un rábano. En realidad, el vuestro no es más que un borrador del Universo Definitivo que me encontraba levantando aquí y que ahora se ha ido al carajo.
—¿Te acuerdas que te lo comenté de pasada mientras te cortaba el pelo? — me dijo Ramone.
—Un momento ideal para desvelar Grandes Proyectos Divinos Secretos, ¿verdad? —dijo Dios escalfando a Ramone con la mirada.
—¿Y cómo llegamos nosotros a este… Universo Definitivo? —pregunté mirando al desangelado vacío que me rodeaba.
—¿Recuerdas la elipsis narrativa? —dijo el Narrador Omnisciente.
—Claro.
—Pues ahí.
—Aproveché el lapsus para trasladaros a todos aquí —prosiguió el Señor—. Como habrás observado, la Nueva Tierra estaba en obras.
—He ahí el motivo de la repentina escasez de seres vivos en todas partes —dije.
—Después, envié a Pandulfo al Infierno para pedir a su hermana Marcia la fórmula que me había robado y se la entregara a Plutón y los suyos.
—¿La del Descreacionador?
—¿Quién la llama así?
—El imbécil de Pandulfo. ¡Un momento! ¡¿Su hermana?!
—En realidad, mi nombre verdadero es Pandulfo Hellstrom —dijo Pandulfo—. Alegra esa cara. Hace un momento no tenías nada, y ahora tienes un cuñado gorrón.
—¡Ay, joder! ¡¿Pero los ángeles no nacen por partenogénesis o algo así?!
—Venimos de la misma Célula Divina —aclaró Pandulfo—. Ella se quedó con la belleza y la inteligencia, y yo con todo lo demás. La halitos y las verrugas y eso.
—Y bueno, el resto ya lo sabes —dijo Dios.
—Bueno, la verdad es que es tu plan no estaba nada mal —reconocí—. ¿Sabes, Señor? Si no existieras, tendríamos que inventarte.
—No me toques los cojones, no me toques los cojones… —advirtió el Creador.
—Pero todavía queda en el aire otra cuestión, Padre —señaló el Poli Cabrón, también conocido como Jesucristo—. Utilizaste a este pobre mamón.
—Vaya, cuántas revelaciones importantes de una sola vez —dije, animado.
—Eh, bueno, al principio… —El Señor titubeó.
—Solo te ha utilizado para que yo saliera a la luz —me confesó el Verdadero Hijo—. Y total, para qué. Si yo lo que quiero es un terrenito, con un pequeño huerto…
—Así que, al final, Nuevo Mesías, los cojones —dije mirando al Hacedor a los ojos
—Verás… —empezó a decir Dios.
—¿De qué sirvo ahora? —me lamenté—. ¿Quién soy yo? Nadie. ¿Conoces ese chiste, “Iban dos y se cayó el de en medio”? Yo soy el de en medio. Soy un cualquiera que pasaba por allí. Uno que iba.
—¡¿Quieres dejar de autocompadecerte de una puta vez y escucharme?! —bramó Dios—. Quiero que vengas conmigo a un sitio.
—¿Y los demás?
—El Espíritu Santo los dejará en La Puerta del Cielo.
—Y-yo me bajó aquí, si no les importa —dijo Uriel.
—¡Tú al Cielo, que es donde debes estar! —exclamó Dios—. Joder con el niño.

La Nada Absoluta. Un indeterminado rato después.

—¿Nos falta mucho? —pregunté.
—¡Joder, qué tío más pesado! —protestó el Creador—. Ya te he dicho que falta Todo y a la vez Nada.
—¿Se podría decir que estamos a mitad de camino?
—Estamos en la Nada Absoluta —dijo el Hacedor—. Aquí el concepto “a mitad de camino” tiene una relevancia muy escasa.
Después de unos segundos que se me antojaron muy largos, o de unos años que se me hicieron muy cortos, vete tú a saber, pudimos vislumbrar un cartel indicador que rezaba:

Está usted llegando a Algo Irritantemente Indefinido

—¿Sabes otra cosa que me jode de la Nada Absoluta? —dije—. Su frustrante falta de cualquier tipo de concreción.
Empezar a ver Algo Irritantemente Indefinido en medio de la Nada se me antojaba semejante al esfuerzo de imaginar qué cosa podría haber contenido un plastiquillo vacío que acabas de encontrar en el suelo.
Cuando pude ver con claridad, estábamos frente a una coqueta casita de dos plantas en medio de un prado. El cielo era azul y estaba salpicado de inofensivas nubes blancas. La casita estaba rodeada con una añeja valla de madera. Un caminito de tierra conducía a la puerta principal, que era de madera de haya, y había una alfombrilla de bienvenida hecha con pelo de cabra. La cabra tenía dos años cuando se sacrificó para hacer la alfombrilla, y respondía al nombre de Genoveva. La alfombrilla había visto nacer en su seno a ciento setenta y cuatro ácaros aquella misma mañana.
—Coño, menos mal —dije—. La Indefinición Absoluta estaba empezando a tocarme las pelotas, aunque el Conocimiento Total me está dando mareos. ¿Qué hacemos aquí?
—Bueno, alguna vez me has preguntado el motivo de mi reticencia a empezar el fin del mundo.
—Y nunca me has respondido.
—¿Recuerdas lo que dijiste la primera vez que me viste?
—No sé. ¿“¡Pero, coño!”o “¡Cojones!”, o algo así?
—Me pediste que te cambiara una bombilla fundida —me recordó el Altísimo—. Y eso es lo que voy a hacer.
El Señor se acercó a la puerta de la casa y pegó al timbre.
—¿Quién vive aquí? —pregunté.
Una señora de mediana edad con delantal abrió la puerta.
—¡Vaya, pero mira quién está aquí! —dijo la señora—. ¡Te parecerá bonito, después de tanto tiempo! Pero no os quedéis en la puerta, pasad.
—Señor… —empecé a decir.
—Shhh… —me espetó Dios.
Pasamos al salón, cuyo mobiliario habría hecho caer en éxtasis a mi bisabuela. Un señor con gafas, bigote y algo fondón, también de mediana edad, leía el periódico en el sofá.
—Mira quién ha venido a visitarnos —dijo la señora.
—Dichosos los ojos —dijo el señor con el ceño fruncido—. Ah, has traído a un amigo.
—Te presento a mis padres —me dijo Dios.
—¿Mande? —dije yo.
—¿Es una de tus criaturas? —preguntó el padre de Dios—. ¿Uno de esos… cómo se llaman? ¿Monos?
—Humanos, papá —corrigió Dios.
—¿No se llamaban monos antes? ¿Por qué les has cambiado el nombre?
—Evolucionaron —dijo secamente el Señor.
—Ah, sí —dijo Papá—. Evolución. Bonita cosa les diste a tus criaturas.
—No empieces a enfadar al chico, papá —dijo Mamá.
—Anda que tu hermano Siod iba a permitir que sus criaturas evolucionaran. O tu hermana Odsi.
Dios suspiró.
—¿Tienes hermanos? —pregunté.
—Seis —contestó el Creador—. Cada uno con su propio Universo.
—No me lo digas. ¿Eres…?
—El menor.
—Cuando repartí la Nada Absoluta entre mis siete hijos, no me imaginé que el pequeño fuera a ser tan… creativo —me explicó Papá—. Una especie dominante con pensamiento autónomo… ¡Ja! ¿Cómo lo llamas tú, hijo? Ah, sí. “Libre albedrío”. ¿Y para qué? Para que pasen de ti. La mayoría de ellos ni siquiera cree en tu existencia. En vez de imponerte, ahí, con dos cojones, permites que esos desgraciados hagan lo que le salga de la punta de la minga. Tienes más fe en ellos que ellos en ti. Valiente ruina. Anda, que a tus hermanos mayores se les iba a ocurrir tamaño despropósito.
—¿Ves, papá? —dijo Dios—. Por eso no vengo más a menudo.
—Por cierto, ¿qué haces aquí? —inquirió Papá—. ¿Tú no deberías estar liado con el Apocalipsis ese en estos momentos?
—Deja de presionarlo, papá —intervino Mamá.
—Ya, verás —dijo Dios—. De eso quería hablarte. —Tragó saliva—. Es que… no quiero hacerlo.
—¿En qué momento he sometido esa cuestión a debate? —preguntó Papá.
—¿Por qué no quieres destruirlos, hijo? —preguntó Mamá—. ¿No te gustaría tener unas criaturas como las de tu hermano Isod, tan obedientes y bien peinadas?
—Bueno, pues no —dijo Dios.
—Pero, ¿por qué no? —dijo Papá—. Tus seres son unos hijos de puta. Están todo el día matándose entre ellos. Y ni siquiera es para comer. A ti lo que te pasa es que te crees la Verdad Absoluta y eres incapaz de reconocer una equivocación.
—Es su elección —dijo el Señor.
—¿Y eso qué tiene de bueno?
—Qué algunos eligen no ser unos cabrones, papá —dijo el Señor—. Por sí solos.
—En un porcentaje muy bajo, hijo —remarcó Papá—. ¿Acaso crees que va a mejorar? ¿Qué en un futuro cercano van a dejar de joderse los unos a los otros? ¿Que la totalidad de tus criaturas va a decidir portarse bien con las demás y cuidar el mundo que les regalaste?
—Bueno, no, pero…
—Bueno, pues no hay más que hablar —dijo Papá—. Mañana, como muy tarde, empiezas el Apocalipsis y a tomar por culo.
—Pero…
—Sin rechistar. —Papá me miró—. ¿Tienes nombre, mono?
—Eeeeeh… Cualquiera —me presenté—. Uno Cualquiera.
—Joder, qué nombres tan absurdos tenéis los monos —observó Papá—. Anda, siéntate, te voy a enseñar algo que seguro te va a gustar. —Papá cogió el mando a distancia y encendió el televisor—. Es una especie de juego, ¿sabes? Once seres enfrentados a otros once seres por la posesión de un balón… Bueno, no sé si lo vas entender, porque es algo complicado…
—¿Tienes hambre? —me preguntó Mamá portando una bandeja—. Es una receta propia que muy pocos han probado.
—¿Croquetas? —pregunté.
—¿Conoces las croquetas? —Mamá parecía asombrada, y un poco decepcionada. Papá me miró con curiosidad.
—Naturalmente que las conozco —admití—. Mi madre hace las mejores croquetas del mundo —señalé el televisor—. Y esa gilipollez es fútbol. En mi mundo es casi una religión.
—¿En serio? —dijo Papá—. No lo sabía.
—Porque nunca me escuchas —dijo Dios.
Entonces, la evidencia cayó por su propio peso.
—Un momento. —Me levanté del sofá—. ¡Un momento!
—Hijo, ¿qué le pasa al mono? No le habrán entrado ganas de matar a alguien de repente. Que lo echo de aquí a patadas.
—¿Es que no lo ven? —Miré alternativamente a Papá y a Mamá—. Su hijo no nos creó a su imagen y semejanza… ¡Nos creó a imagen y semejanza de ustedes!
—¿Qué? —dijo Papá.
—Hijo, ¿es eso cierto? —preguntó Mamá.
—Eh… —Dios bajó la cabeza.
—¡Croquetas! ¡Fútbol! ¡Babuchas de felpa! ¡El marido rascándose los huevos mientras la mujer prepara la comida! ¡Toda la raza humana no es más que el homenaje de un Hijo hacia sus Padres! —grité.
—Mamá, creo que el mono se está poniendo violento —dijo Papá—. ¿Por qué no vas a la cocina y le traes una cerveza, a ver si se relaja?
—¡Cerveza! —bramé—. ¿Le gusta la cerveza?
—Es mi elixir favorito —reconoció Papá.
—¡El nuestro también!
—¿Todo eso es cierto, hijo? —dijo Mamá acercándose a Dios con lágrimas en los ojos—. ¿Creaste a tus criaturas… para agasajarnos?
—Y no os habéis dado cuenta hasta ahora —dijo Dios con la vista en el suelo.
—¿Lo has oído, Papa? —dijo Mamá—. ¿Has visto lo que ha hecho tu hijo el menor, el más díscolo?
—Ay, joder… —dijo Papá.
—¿Me… me puedo quedar a mis criaturas, Papá? —preguntó Dios.
—Pregúntaselo a tu madre —dijo Papá—. A mí no me calientes más la cabeza.
—¿Ves? —dije—. ¡Igualito que nosotros!
—Y tranquiliza a tu mono, que voy a tener que darle con el periódico enrollado.
—Mamá… ¿puedo? —dijo Dios.
—Que sea lo que tú quieras —respondió Mamá agarrando la cara de su Hijo.
—Sí, bueno, ¿qué más da? —dije exultante—. El Cielo no quiere, El Infierno no sabe… Dejadnos el Apocalipsis a nosotros, que de muerte y destrucción entendemos un rato.

Unas tres horas después (la visita se alargó porque Papá se empeñó en jugar una partida de mus después del almuerzo) salimos de casa de los Padres de Dios.
—Señor.
—¿Mmm?
—Lo que he dicho dentro… Eso de que nos hiciste a imagen y semejanza de tus padres… He dado en el clavo, ¿no?
—Bueno, quizá fueron una influencia inconsciente —aclaró Dios—. Aunque no sé si has reparado en que tu teoría no es aplicable a todos los pueblos humanos, ni a todas las épocas. A no ser que pienses que los aborígenes australianos, por ejemplo, tienen reminiscencias de mi padre.
—Hostia, no había caído en eso.
—Pero la tuya ha sido una ocurrencia genial. Y al final lo has logrado —me dijo Dios—. Has salvado a la Humanidad.
—Sí, bueno —dije—. Dicho así, parece algo importante.
—Quién se lo hubiera imaginado, con lo egoísta y capullo que eras antes —me recordó Dios.
—Supongo que ni siquiera conocía mi propia alma —filosofé—. El alma es como el ojete, ¿sabes? Sabes que ambos están ahí, pero no alcanzas a ver ninguno.
—Valiente soplapollez —murmuró el Creador—. Y… ¿cómo puedo agradecerte lo que has hecho por mí y mis criaturas?
—En primer lugar, podrías dejar que tu hijo y Uriel hicieran con sus vidas lo que les saliera de las puntas de sus respectivos cipotes —dije—. Como tus padres te acaban de dejar a ti.
—Quién me ha visto y quién me ve, recibiendo lecciones de un mono… —rezongó Dios.
—Y en segundo lugar…
—¿Me has dejado en segundo lugar? —dijo una voz familiar. Miré a mi alrededor y vi que habíamos llegado al despacho de Dios.
—¡¡¡Marcia!!!
Allí estaba ella, el más bello de los ángeles, cuya mirada podía tallar diamantes y hacer que el aguerrido ejército espartano depusiera las armas y fundara una compañía de ballet. Se lanzó a mis brazos. Nos abrazamos. Le toqué una teta.
—¡¡Que estoy aquí!! —bramó Dios.
—¿Qué estás haciendo en el Cielo?
—Digamos que el Señor, en su infinita benevolencia, me ha soltado cinco minutos para que pueda verte en agradecimiento por mi colaboración en el caso Plutón.
—Quiero que venga conmigo —le dije a Dios.
—¡Marcia Hellstrom es Lucifer, por Mí Bendito! —dijo Dios.
—¿Y crees que a mí me gusta? —dijo Marcia.
—Me montaste un sindicato, Marcia. ¡Un sindicato! —bramó el Señor.
—¿Y vas a dejar que siga pudriéndose en ese apestoso e ingobernable antro por tener una opinión diferente a la tuya? ¡¿Es que no has aprendido nada hoy?! —exclamé.
—¡No te pases! —espetó el Creador.
—¡Estoy enamorado de este demonio!
—Ay, joder… —El Señor se lamentó y después se dirigió a Marcia—. Marcia, ¿quieres ser humana?
—Como si no supieras que eso es exactamente lo que he querido siempre —contestó Marcia.
—¿Y pasar el resto de tus días al lado de este capullo lamentable?
—Sí, quiero.
—Ah, qué cojones —dijo Dios—. Por mí, como si os la pica un pollo.
—¡De puta madre! —exclamé.
—¡No me beses, que me estás dejando las barbas llenas de babas! —me dijo el Señor—. Queda un asunto pendiente. Si Marcia se va contigo a la Tierra, ¿quién se hará cargo del Infierno?
—¿Sabes? —dije—. Creo que tengo al tipo perfecto para ese puesto.

Sala de reuniones del Organismo de Gestión del Infierno.

—Señores —dijo Pojinga levantándose de la silla presidencial—. Como nuevo presidente de la República del Infierno, me complacería exponer mi nuevo programa de trabajo para los próximos siglos. ¿Dónde está mi secretario?
—¿De dónde ha salido este, exactamente? —le preguntó Judas a Plutón, ambos sentados alrededor de la mesa de reuniones.
—Un enchufado del Creador, creo —dijo Plutón, que lucía un parche en el ojo izquierdo que le daba el aspecto de malote que siempre había deseado.
—¿Organizamos un golpe de estado o algo?
—Para golpes de estado estoy yo —refunfuñó Plutón—. Ya nos esperamos a las próximas elecciones, si eso. ¿Dónde coño se ha metido Minos?
—Ya mismo viene para acá —dijo Judas—. Lo que tarde en salir del laberinto del Minotauro, dice. Oye, ¿sabes que Flegias y el Conserje quieren adoptar a un niño?
—El Infierno ya no es que lo era —dijo amargamente Plutón.
—Con permisito, excelencia —dijo Su Santidad el Papa Pancho I entrando con una carpeta en la mano.
—No pasa nada, Pancho —Pojinga cogió la carpeta—. Señores, la primera medida que va a tomar mi gobierno es la de transformar la mala imagen pública que ha ostentado el Infierno hasta hoy. A partir de ahora, nuestra misión no consistirá en castigar a los pecadores, sino en rehabilitarlos y reeducarlos.
—Joder, qué larga se me va a hacer la Eternidad —se quejó Plutón.

El Cielo.

—¿Crees que ese tal Pojinga es el tipo adecuado para regentar el Infierno? —me preguntó Dios.
—Es la única persona que conozco capaz de hacer de ese tugurio un lugar habitable —aseguré—. ¿Sabes que en vida fue un predicador? Fue el único que predijo mi llegada.
—Hijo mío, te recuerdo que, al final, aunque Salvador de la Humanidad, no eres ni Mesías ni nada.
—¡Eh! —dijo el Espíritu Santo, que entró en el despacho borracho como una cuba—.  ¿Cómo es que no estáis en La Puerta del Cielo? ¡Hemos montado un fiestón de la hostia!
Cuando llegamos al club, el Narrador Omnisciente le estaba pidiendo al DJ un pasodoble, el Poli Cabrón estaba poniendo al día a su viejo amigo Petrus al calor del coñac, Uriel bailaba encima de la barra, Ramone estaba tomando champán rodeado de bellos querubines y Pandulfo estaba robando el dinero de la caja. Prácticamente lo de siempre, salvo que Jean-Claude parecía estar divirtiéndose.
—¡Bartolo, dos tequilas! —le dije al ángel situado detrás de la barra. 
—Un licor de mora sin alcohol para mí, mejor —dijo Marcia. 
—¿Qué es eso? —le pregunté a mi diablesa—. ¿Una cosa nueva?
—Tengo que cuidarme —me dijo la mujer de mi vida mirándome a los ojos—. Vamos a tener un hijo.
—Ah, bueno; creí que estabas tomando antibióticos. ¡¡¡¿Que qué?!!!
—Si me permite la observación, señor —me dijo Jean-Claude apareciendo a mi lado—, ahora sí que se ha metido en un buen lío.

Epílogo

Dios permitió a su Hijo, que siguió prefiriendo que lo llamaran Poli Cabrón, quedarse en la Tierra. Extrañando su época de hippie apestoso, dejó el Cuerpo de Policía y se fue a vivir en lo alto de un monte como un ermitaño. En la actualidad es propietario de un pequeño negocio dedicado al cultivo y distribución de comida ecológica. Visita regularmente a nuestro héroe para pegarle unos gritos por cualquier cosa.

Uriel también se quedó en la Tierra, y bailó encerrado en una jaula en un local de mala nota durante un tiempo. Después ganó el Roland-Garros durante dos años consecutivos y es visto frecuentemente acompañado por modelos y actrices en diversos eventos sociales. Ha salido en la portada de Vogue y ha prestado su nombre a un perfume de Rabo Pacanne que huele a gloria. A veces tiene ganas de volver a ocupar su puesto en las huestes celestiales, a veces añora su estancia en el Infierno, algunos días se levanta hastiado de vivir tan deprisa, algunas noches no llega ni a acostarse. Visita regularmente a nuestro héroe para hacer cosas de gente normal, como comer estofados y dejarse las rodillas en la esquina de cualquier mesa.

Pandulfo volvió al Infierno como mano derecha de Pojinga. Creó un nuevo Departamento de Recogida de Mierda de Caballo, nombrando a Plutón Jefe de Equipo y colocando a Judas y Ciacco como subalternos. La última vez que visitó a su hermana y a nuestro héroe fue con motivo del nacimiento de su sobrina. Antes de irse, dejó a su cuñado la cisterna del inodoro estropeada y la factura impagada de una cómoda del siglo XIX valorada en dos mil euros.

Ramone volvió a su antiguo empleo de Diseñador de Espacios Exteriores y retomó el proyecto del Universo Definitivo de Dios, que le está quedando monísimo, monísimo, monísimo. Baja de vez en cuando a visitar a nuestro héroe para darle un buen corte de pelo, que falta le hace. 

Por su parte, Dios y el Espíritu Santo siguen en el Cielo contemplando a sus criaturas. ¿Y qué otra cosa iban a hacer, si no? Visitan regularmente a nuestro héroe porque, bueno, porque se aburren mortalmente.

El Narrador Omnisciente perdió el manuscrito original de El Testamento Definitivo y tardó cuatro años en volver a redactarlo de memoria. Esta revisión fue rechazada por el mismo Dios, alegando que estaba llena de inexactitudes y de exabruptos del tipo “¡Cojones!” y “¡No te jode!” El Testamento Definitivo duerme el sueño de los justos en el cajón del Narrador junto a otras obras no publicadas, como “Cree su propio universo en siete días” y “Manual práctico de plagas bíblicas”.

Marcia Hellstrom y el Nuevo Mesías tuvieron una niña a la que llamaron Cristina, porque Anticrista quedaba feo y los niños se iban a reír de ella. Desde que aprendió a andar quedan menos gatos en el barrio y sus niñeras no duran en el puesto más de una noche. Se siente incomprendida por todos. Bueno, por todos menos por Jean-Claude, que a veces le consiente demasiado.

lunes, 18 de mayo de 2020

La Gilipollez Más Grande Jamás Contada

"¿Qué he venido yo a hacer aquí?"

El Apocalipsis según se mire. Capítulo 50.


—Total, que allí estaba yo, bañándome en el Ganges, y me entran unas ganas de mear que no veas —seguí contando—. Me daba mal rollo porque, ya sabes, como es un río sagrado y tal, pero bueno, al final lo hice, y de repente el agua a mi alrededor empieza a ponerse de color rojo. No veas qué susto pasé, canijo; creí que se me había roto un huevo al tirarme en plancha, porque a mí tirarme de cabeza siempre se me ha dado como el culo, pero después un policía hindú que pasaba por allí me dijo que no me preocupara, que era el colorante ese que echan a las piscinas, y que estaba detenido y probablemente me ejecutarían al amanecer. Total, que llamé a la embajada y resulta que el embajador era un tío de mi barrio que no me podía ni ver, y…
—¿Tú calculas que te vas a morir hoy, o…? —me preguntó Judas, que estaba muerto de sueño en su silla.
Plutón, cansado de ver que no me moría y harto de mis chistes sobre ingleses, franceses y españoles que iban juntos, había dispuesto turnos de vigilancia. Aunque mis fuerzas eran más bien escasas y el collar de Cristonita que tenía prendido al cuello había anulado mis poderes mesiánicos, parecía que la Parca se mostraba reticente a hacerme una visita.
—La Muerte no vendrá a por mí porque me debe dinero —comenté durante el turno anterior, después de un prolongado silencio, para asustar al Papa.
Plutón le había endilgado el turno de madrugada a Judas. En principio le tocaba a Ciacco, pero se había largado hacía horas a investigar una nueva especie de mono que había descubierto en una selva virgen que, según él, estaba situada justo detrás de la Santa Sede. Judas me aseguró que Ciacco no tenía problemas con las drogas; de hecho, se llevaba muy bien con ellas. Sobre todo después de que el incendio en el invernadero provocado por Marcia le hubiera reconfigurado la jeta aplicando un estilo que podríamos definir como “cubismo casual”.
—Seguro que si te relajaras te morirías antes —me comentó Judas—. ¿Por qué no tratas de dormir un rato?
—Tengo hambre.
—¡¿Cómo puedes pensar en comer?! ¡Si tienes un pie en el otro barrio!
—Pero hombre, no seas así. Tráeme un yogur o algo.
—¡¿Un yogur?! ¡¿Un yogur?! ¡¿Crees que Jesucristo pidió un yogur cuando estaba colgado en la cruz?! ¡Claro que no! ¡Le estaba pidiendo a Dios que nos perdonara porque no sabíamos lo que hacíamos! ¡Él sí que era un Mesías! ¡No como tú, que lo único que se te ocurre es pedir un yogur! ¡Un yogur! ¡¡Ni siquiera sé lo que es un yogur!! —exclamó el apóstol, que había pasado los últimos dos mil años en el Infierno y que, aun así, no había tenido tiempo de ponerse al día en lo referente a productos lácteos.
—Pero, hombre, no me jodas —dijo Plutón, con los ojos hinchados de dormir—. ¿Todavía está así?
—¿A ti qué te parece? —dijo un exaltado Judas—. ¿Y sabes lo que me ha pedido? ¡Que le traiga un yogur!
—Tampoco es necesario que sea un yogur —intervine—. Si no os quedan, me conformo con un flan…
—Esto se me está haciendo más largo que un día sin pan —dijo Plutón—. Y eso que nos hemos pasado la mayor parte del Vía Crucis por el forro de los cojones…
—¡Lo tengo! —dijo el Profesor von Poltergeist entrando en la mazmorra.
—¿Qué tiene? —preguntó Plutón.
—Pues no lo sé —contestó el Profesor.
—¡¿Entonces por qué cojones entra aquí gritando “Lo tengo”?!
—Porrrque tengo algo, perrro no sé exactamente qué es, mein freund.
—¿Demencia senil? —aventuró Plutón.
—Nein, nein. Nein sé cómo ha pasado, perrro tengo esto. —Y sacó un aparato del bolsillo de su bata.
—¿Otra de sus armas de destrucción masiva con forma de calculadora solar? —observó Plutón, escasamente asombrado.
Ja, parrrece que ja. Tengo mucha destrrreza con la tecnología, perrro muy poca imaginación parrra el diseño —explicó el Profesor.
—Seguro que es otra chufa —opinó Plutón.
—No esta vez —dijo una voz conocida.
—¡Pandulfo, hijo de puta! —gritó Plutón echando mano al gaznate de su excompañero de diabluras—. ¡Vendido! ¡Traidor!
—¡Deja que te expliqueeerrrrrllll!
—¡Veleta! ¡Ingrato! ¡Judas, que eres un Judas!
—¡Eh! ¡Eh! —dijo el auténtico Judas, que al parecer se dio por aludido.
—Pero, hombre, deja que el muchacho se explique —dije.
—¡Arg! —se explicó Pandulfo cuando el aire volvió a circular por su tráquea.
—¿Y bien? —dijo Plutón—. No habrás venido a rogar misericordia. ¡Que yo de misericordia ando justito!
—Ag... —Pandulfo carraspeó.
—¡Habla, traidor! ¿A qué has venido?
—A traicionar a este. —El demonio Pandulfo me señaló.
—Hombre, ya era hora de contar con mi propio traidor —dije poniéndome en mi papel de Mesías.
—¿Recuerdas cuando te dije que iba a comprar tabaco? —me preguntó Pandulfo.
—Sí, sí. ¿Me has traído mis dos cajetillas?
—El estanco estaba cerrado.
—¿Y no tenían en el bar de Paco?
—Solo light y negro —dijo Pandulfo.
—Vaya por Dios —me lamenté—. ¿Te he contado que una vez tuve un bar?
—¿En serio?
—Sí. Se llamaba Bar La Mierda. No fue un gran éxito.
—Quizá debiste hacer alguna especie de estudio de marketing antes de ponerle el nombre.
—Lo que pasa es que yo quería que la gente dijera, “¿Dónde vamos ahora? A La Mierda”, “¿Dónde estáis? En La Mierda”; ese tipo de rollo.
—Natural.
—¡¿Pero de qué cojones estamos hablando?! —intervino Plutón.
—Lo que te estaba contando —me dijo Pandulfo—. ¿Tú sabías que en la Tierra hay siete puertas que conducen al Infierno? —me preguntó.
—Algo he oído.
—Pues son ocho.
—Ah. Nunca te morirás sin saber una cosa más.
—En realidad, la octava no es exactamente una puerta —explicó el demonio—. Es más bien una salida de emergencia; pero bueno, ya sabes que por una salida de emergencia también se puede entrar. No se debería, pero la gente siempre hace lo que sale de la punta del cipote.
—Sí, la gente es muy poco civilizada —dije—. Oye, sin mirar a nadie, que yo también me cuento, ¿eh?
—No, no; y yo.
—¡¿Qué pasa con la salida de emergencia del Infierno?! —gritó Plutón.
—Bueno, pues que me acordé que estaba situada justo en el bar de Paco —dijo Pandulfo—. Así que bajé al Infierno y me colé en el despacho de Marcia Hellstrom para robarle una fórmula que ella a su vez robó al Creador en el Principio de los Tiempos.
—¿Viste a Marcia? —pregunté esperanzado.
—¿Crees que si la hubiera visto estaría ahora aquí?
—Supongo que no. Bueno, quizá estuvieras aquí, pero seguro que te faltaría algún órgano de relativa importancia.
—¿Una fórmula? ¿Qué fórmula? —preguntó Plutón.
—Por lo visto, Dios tenía previsto un plan de emergencia por si su Creación no terminaba de satisfacerle del todo. Una fórmula que desharía el tinglado completo de un plumazo, tabla rasa, zas. Marcia se hizo con ella antes de su caída a los Infiernos, pero a la vista está que nunca se ha atrevido a utilizarla.
—¿Esto que sostengo en mis manos es…? —dijo el Profesor.
—Sí —afirmó Pandulfo—. Yo lo llamo… ¡El Descreacionador!
—Tú eres muy tonto —dije.
—No rrrecuerrrdo haberrrlo constrrruido.
El Narrador, que tenía la extraña habilidad de pasar brutalmente inadvertido la mayor parte del tiempo, levantó la vista del periódico que estaba leyendo sentado en el garrote vil situado a la derecha de mi cruz y dijo:
—¿Recuerda el pequeño lapsus temporal que sufrimos hace poco?
—Ja, ja —contestó el Profesor.
—Pues ahí.
—Vaya —se lamentó el Profesor—. Constrrruyo la máquina de destrrrucción definitiva y no estoy ahí para disfrrrutarrr del prrroceso.
—Todo esto me suena de lo más raro —dijo Plutón—, pero, bueno, tampoco voy a desaprovechar la oportunidad de eliminar toda la Creación de una sola vez.
—Lo único que tienes que hacer es dividir cualquier número entre infinito y hala, a tomar por culo el universo —indicó Pandulfo.
—¡¿De qué están hablando, chingones?! —dijo Su Santidad, saliendo del aseo del Museo de la Inquisición a toda prisa—. ¡¿Qué es eso de destruir el universo?! ¡¿Pretenden incumplir nuestro pacto?!
—Ah, Santidad —dijo Plutón—. Esto, qué le iba yo a decir… Ah, sí. Que se joda.
—Ah, jaja —reí—. Pringado.
—¡¡Tú te callas!! —bramaron al unísono Plutón y el Papa.
—¡Sabía que no debería haber confiado en ustedes! —dijo Pancho I—. ¡Pinches bastardos! ¡Hijoputas! ¿Saben cómo voy a titular mi última homilía? ¡Todos los demonios del Infierno son unos putos cabrones!
—¿Una homilía? —dijo Plutón—. ¡Si no le va a dar tiempo ni de lavarse las pelotas con agua bendita! —Plutón se volvió a Judas—. Esa es buena, ¿eh? ¡Choca esos cinco!
—¡Por el culo te la hinco! —dijo el Poli Cabrón haciendo una espectacular aparición… por la puerta.
—¡Valiente mierda de frase de entrada! —dijo el Espíritu Santo sobre el hombro del Sargento—. ¿Para esto hemos estado esperando un rato detrás de la puerta a que alguien te diera un buen pie?
—Hombre —respondió el Poli Cabrón—, yo creía que el mamarracho este iba a decir algo del tipo “Esta noche los mares se teñirán de rojo sangre”, y entonces yo entraría diciendo algo así cómo “¡Pues aquí tienes el decolorante!”
—¿Qué?
—Decolorante, ya sabes. Para que el mar recupere su color natural. Oye, no me mires así, ¿quieres? El de las frases ingeniosas es el mamón crucificado ese. —El Poli Cabrón me señaló.
—Anda y que te follen —dije.
—¿Lo ves? —dijo el Poli Cabrón.
—¿Sabes? Creo que ya sé por qué la Humanidad no entendió Tu Palabra… —murmuró el Espíritu Santo.
—Corríjanme si me equivoco, caballeros —intervino Plutón—. ¿Esto es una especie de intento de rescate o algo así?
—¿A ti qué te parece, cabronazo comemierda? —contestó el Poli Cabrón, que resultaba más auténtico cuanto menos sutil pretendía ser.
—¿Y entran por la puerta? —preguntó Plutón—. Quiero decir, ¿no resultaría más espectacular, no sé, echar un muro abajo con una apisonadora, o…?
—Sí, hombre; no te chinga —dijo el Papa—. Cómo se nota que el chiringuito no es suyo.
—Bueno, se han dejado todas las putas puertas abiertas —afirmó el Poli Cabrón bajando por la escalera.
—Cuando vuelva Ciacco lo voy a matar —dijo Plutón.
—Y nadie ha salido a detenernos, así que, bueno, en realidad ha resultado bastante fácil dar con ustedes —siguió explicando el Sargento.
—Ajá —dijo Plutón—. O sea, que han llegado hasta aquí tan ricamente. Mmm… ¿Vienen ustedes solos?
—No, no —dijo el Poli Cabrón—. ¿Conoces al arcángel Uriel?
—Sí, claro.
—Pues ahora viene.
—Ah. Hum.
—Esto está resultando de lo más anticlimático, ¿verdad? —dijo el Espíritu para romper el incómodo silencio que se había producido.
—¿Por qué no vamos empezando nosotros a rompernos la cara y luego ya si eso…? —propuso Plutón.
El Poli Cabrón miró al Espíritu Santo, interrogante. El Espíritu se encogió de alas.
—Por nosotros no hay problema —afirmó el Espíritu.
—Bien, bien —convino Plutón—. ¿Cómo nos lo montamos?
—Bueno… —dijo el Poli Cabrón—. Lo lógico sería que yo me enfrentara a Judas. Como me traicionó y tal…
—¿Tú qué dices, Judas? —preguntó Plutón—. ¿Estás de acuerdo?
—¿Puedo hacer una sugerencia? —dijo un tembloroso Judas—. Ejem. La verdad es que yo soy más partidario de hablar las cosas y, bueno, en realidad, ejem, me gustaría aprovechar el momento para pedir perdón por todo lo que hice a mi Señor Jesucristo, y…
—¡¡¡Llámame Poli Cabrón, basura!!! 
¡BIMBA!
—¡¿Quién me ha tirado una muela a la frente?! —protesté—. ¡Tened más cuidado, coño, que ya estaba muriéndome antes!
—Menudo hostión, hijo —dijo el Espíritu mirando el cuerpo tendido de Judas.
—Es que lo he cogido con muchas ganas —confesó el Poli Cabrón.
—Sargento —llamé—. ¿Judas te ha llamado “mi Señor Jesucristo”?
—Eh, eh. A mí no me mires, que yo no me acordé hasta esta mañana —se defendió el Poli Cabrón
El Espíritu Santo empezó a gorjear mirando hacia otro lado.
—Eh, Espíritu, no te hagas el longui —dije.
—Sí, ejem, ahora estoy contigo, que voy a… a… ¡a darle lo suyo al Papa, eso!
—¿A mí? —dijo el Papa—. ¡Pero si me acabo de arrepentir! Estaba a punto de descolgar a este. ¿Quién me presta una escalera para subirme al madero y quitarle los clavos a este pendejo?
—Rectificar es de sabios, hijo mío —dijo el Espíritu.
—Y usted que lo diga, jefe —dijo el Papa.
—Dios te perdona.
—Ah, qué bien. No sabe usted qué alivio, compadrito.
—Un momentito —dijo el Espíritu alzando su cabecita—. Dios tiene un mensaje para usted.
—Ah. Oh. ¿Y de qué trata?
—Que dice que no, que era broma, que no le perdona.
—¿Disculpe?
—Que se joda, vamos.
Y entonces el Señor, en su Infinita Sabiduría, se limpió el culo con su política de no intervención e hizo aparecer un piano de la nada que aplastó al Papa.
—Hala, hala —me quejé—. ¿Podéis dejar de hacer tanto ruido, con tanto Deus ex machina y tanta polla en vinagre? ¡Que me duele la cabeza, cojones!
—Vaya —dijo Plutón—. Qué… inesperado. En fin. Y a mí… ¿con quién me toca?
—¿Vas tú? —le preguntó el Espíritu al Poli Cabrón.
—Hombre, lo normal es que cada héroe se enfrente a un rival, pero bueno, si no viene Uriel…
—Si me permiten, caballeros —dijo Jean-Claude bajando las escaleras con dos floretes bajo el brazo.
—¡Jean-Claude, viejo amigo! —exclamé—. Eh, Jean-Claude, ¿has dejado que Ramone te untara crema hidratante en la calva? La tienes muy brillante.
—Soy el archivillano de este embolado… ¡¿y vais a permitir que me enfrente al mayordomo?! —bramó Plutón.
—Ya ves —dijo el Espíritu Santo.
—Tengo entendido que es usted un esgrimista excepcional, señor —dijo Jean-Claude pasándole un florete a Plutón.
—Sí, bueno —dijo Plutón con falsa modestia—. ¿Ves al crucificado ese? Lo maté una vez.
—Estoy al corriente, señor —dijo Jean-Claude.
—¿Y a ti qué se te ha perdido aquí, lacayo? —inquirió Plutón.
—¿No se lo imagina, caballero? —contestó Jean-Claude—. Venganza. ¡En garde!
Choque de espadas, clas, clas, y toda la marimorena.
—Esto ya está mejor —dijo el Espíritu Santo.
—Sí —acordó el Poli Cabrón—. Resulta como más emocionante, ¿no?
¡CLAS, CLAS!
—¡¿Qué pasa aquí, me cago en la puta?! —dijo Uriel haciendo al fin acto de presencia.
—Eso sí que es una mierda de frase de entrada —dijo el Poli Cabrón.
—Disculpen el retraso —se disculpó el exarcángel—. Es que Jean-Claude me ha mandado a por medio kilo de alcachofas al mercadillo y he estado un rato esperando al tendero, pero como no venía le he dejado el dinero y…
—Debe tratarse de algún plan secreto de Jean-Claude —dijo el Poli Cabrón.
—Es para un estofado, señor —dijo Jean-Claude, que siempre estaba en el plato y en tajada.
¡CLAS, CLAS!
—¿Qué hago yo? —preguntó Uriel.
—Pues no sé —dijo el Poli Cabrón—. Pandulfo, ¿tú has hecho algo?
—Nos ha traicionado —dije.
—Ah. Pues ale, métele una hostia —le dijo el Sargento a Uriel.
—¡Un momento! —dijo Pandulfo, alarmado—. Os aseguro que todo tiene una explicación.
—¿Qué pasa, troncos? —dijo Ciacco—. No os vais a creer lo que he descubierto. Un momento. Tu cara no me suena —le dijo al Espíritu Santo.
—¡Eh, Uriel! —dijo Pandulfo señalando a Ciacco—. ¡Ese tío intentó comerte en el Infierno! ¡Pégale a él!
Uriel se encogió de hombros y le metió una galleta a Ciacco.
—Hostia, qué mal rollito, ¿no? —dijo Ciacco en el suelo.
¡CLAS, CLAS! ¡ZUIS!
—¡¡¡Joder!!! —gritó Plutón con una mano en la cara—. ¡Malnacido! ¡Me has arrancado el ojo amarillo! ¡¡Mi favorito!!
—¡¡Plutón!! —dijo el Profesor, que durante la confusión había salido un momentito a vete tú a saber qué y ahora había aparecido tras un muro falso—. ¡¡Porrr aquí!! —y lanzó una granada de humo.
—¡¡Joder, Profesor!! —gritó Plutón—. ¡¡Ya podría haber lanzado la granadita de los cojones una vez hubiéramos escapado!! ¡Cof, cof! ¡Levanta, Judas! ¡Ciacco, no vamos! ¡Pandulfo, tú te jodes! ¡Coño, no se ve una mierda aquí! ¡¿Quién me ha tirado una alcachofa a la cabeza?!
—¡Uriel, ayuda a Jean-Claude a bajarlo de la cruz! ¡Espíritu, mantén la puerta abierta para que esto se airee un poco! —ordenó el Poli Cabrón.
Pandulfo le endilgó una patada a la granada y la mandó tras el muro falso antes de que los villanos pudieran cerrarlo tras ellos.
—¡¡Pero coño, qué hace esto aquí!! —oí decir a Plutón tras la pared.
—Usted tranquilo, señor, que estará en el suelo en un momentito —me aseguró Uriel cuando se acercó para quitarme los clavos.
—¡Ay! —grité—. ¡Pero ayúdate con unos alicates o algo, hombre! No ahí, con las manos, a lo tío cipote.
—Pero coño, que tío más delicado —dijo el Poli Cabrón.
—¡Claro, como a ti cuando te descolgaron ya estabas muerto! —repuse.
—¡Señores, señores! —interrumpió Pandulfo—. ¡No hay tiempo para discutir! ¡Plutón y los suyos se han largado con el Descreacionador!
—¿El qué? —preguntó el Espíritu.
—El cacharro ese que sirve para acabar con todo —explicó Pandulfo—. Una fórmula que inventó Dios.
—Ah, sí —dijo el Espíritu—. Él y Sus Ideas.
—Pero vamos a ver —dije—, ¿tú no nos estabas traicionando a nosotros?
—Sí, pero ahora les estoy traicionando a ellos —contestó Pandulfo.
—Jean-Claude, quítame la Cristonita del cuello, ¿quieres? —Uriel arrancó el clavo de la muñeca izquierda y caí de lado—. ¡Coño, Uriel! ¡Ya me podías haber quitado primero el clavo de los tobillos!
—¿También está clavado por los tobillos?
—¡Uriel, Jean-Claude! —dijo el Poli Cabrón—. Cuidad de él mientras el Espíritu, Pandulfo y yo vamos tras Plutón. Pandulfo, ¿tienes idea de adónde se dirigen?
—Al bar de Paco, seguro.
—¿Eh?
—Coño, qué pereza explicarlo todo dos veces —se quejó Pandulfo—. Vamos pa’llá y ya os lo cuento por el camino.
—Nonononono —dijo Ramone asomando a la puerta—. ¿Qué pasa aquí, qué pasa aquí, qué pasa aquí? ¡Piratas! ¡Ladrones! ¡Bandoleros!
—Los malos ya se han ido, Ramone —aclaró el Poli Cabrón.
—Pues qué alivio, machote —dijo Ramone—. Me acabo de aplicar el endurecedor de uñas y las tengo como para tirar de los pelos a alguien.

Fachada del bar de Paco.

—¡Pero vamos a ver, Profesor! ¡¿No decía usted que había conducido tanques durante la guerra?! —dijo Plutón en el asiento del acompañante de una furgoneta robada que acababa de atravesar la cristalera del bar.
—Que había visto conducirrr tanques, mein freund —aclaró el Profesor.
—Eh, tíos —dijo Ciacco saliendo del vehículo—. ¿No os parece extraño que esté amaneciendo y no hayamos visto a un triste panadero pasar por la calle?
—¡Déjate de gilipolleces, Ciacco! —dijo Plutón—. ¿Dónde coño estará la salida de emergencia del Infierno?
—No sé —dijo Judas—. ¿Al fondo a la derecha?
—¡Sí! ¡Sí! —afirmó rotundamente Plutón—. ¡Todos al baño!

Museo de la Inquisición.

—¿Cómo se encuentra, señor? —me preguntó Jean-Claude mientras terminaba de vendarme las llagas de las muñecas.
—Débil —respondí—. No tengo fuerzas ni para resucitar a un muerto.
—Sobrevivirá, milord —aseguró mi leal mayordomo—. De otras peores ha salido.
—Sí, sí. Todo saldrá bien. ¿Qué podría pasar? —dije un instante antes de que absolutamente toda la Creación dejara de existir.